por Marcos Cantera Carlomagno (doctor en Historia y escritor "El futuro de la Historia")
¿Por qué la mayoría de la gente condena el más mínimo atisbo de maldad, siempre y cuando provenga de un determinado lado del espectro ideológico, pero muestra infinita benevolencia frente a la maldad que proviene del otro lado de ese mismo espectro?
Hitler, Mussolini y Franco son los tres malos más condenados por esa opinión pública flechada, como la definí hace años en una columna en Búsqueda. Sin embargo, Stalin, que como se ha demostrado mató mucha más gente que Hitler, Mussolini y Franco juntos, es visto con condescendencia. También Mao goza de la comprensión de esa ancha franja de la opinión pública, a pesar de los millones de víctimas inocentes que sembró durante sus años de terror. ¿Y qué decir de un psicópata y asesino desatado como Che Guevara? ¿Y qué agregar sobre Fidel Castro, que hace más de medio siglo tiene a todo un pueblo bajo la bota de la miseria y el terror?
El colombiano Álvaro Uribe, que se retiró al llegar al límite de lo permitido por la Constitución, es “un cipayo” y “un títere del imperio”. Pero su vecino Hugo Chávez, que desde hace décadas hace y rehace la Constitución venezolana para mantenerse en el poder es un tipo simpático que pretende el bien de su pueblo.
¿Cuáles son los mecanismos que permiten estas aberraciones? ¿Dónde está la tara?
Pensaba en estas cosas a propósito de la muerte de Santiago Carrillo, el último elefante de la política europea del siglo pasado. Pongo un dato para que el lector tome perspectiva: en 1934 Carrillo fue condenado a casi dos años de prisión por haber participado activamente en el levantamiento contra la República. Tenía 19 años y era secretario general de las Juventudes Socialistas.
(Interesante comprobar, de acuerdo a lo ya escrito, que Franco será por siempre condenado por haberse levantado contra la República española, mientras que a Carrillo, por el mismo delito, nunca nadie le ha dicho algo).
En noviembre de 1936, cuando los nacionales sitiaron Madrid, el gobierno español ya había huido a Valencia. Se formó entonces una Junta de Defensa en la cual el jovencito Carrillo (de 21 años) quedó como Consejero de Orden Público. Como tal, el muchacho tenía el objetivo de “limpiar” la ciudad de enemigos, verdaderos o potenciales, y desde entonces se le ha hecho responsable de miles de asesinatos,entre los cuales los de Paracuellos son los más conocidos.
A comienzos de 1997, cuando inicié negociaciones con el hijo de Carrillo para entrevistar a su padre, la condición que se me impuso fue, sintomáticamente, no decir una palabra sobre la Guerra Civil. Como a mí me interesaba hablar del apoyo dado por los socialdemócratas
Mitterrand, Wilson, Kreisky, Palme y Brandt al Partido Comunista español en los años ’60, acepté el reto.
El soleado domingo 19 de octubre de 1997 pude finalmente entrar en el lujoso piso de Carrillo, en la madrileña Plaza de los Reyes Magos. Puesto a charlar, al viejo líder comunista no había forma de detenerlo. Le debo haber caído simpático y muy inofensivo, pues me dio una larga serie de datos que no le había pedido e incluso habló, por motu propio, sobre el tema tabú, detallando qué embajadas le habían dado más “dolores de cabeza” durante la Guerra Civil: “Sabrá usted que las de Finlandia y Chile fueron las peores, pues eran nidos de nazis y fascistas”.
Carrillo me contó, entre otras cosas, que despreciaba a George Marchais (secretario general del Partido Comunista francés) y que habiendo vivido a 300 metros de distancia, durante su exilio en París, “nunca nos vimos”. Pero mucho más interesante me resultó saber que en 1944 Carrillo residió tres meses en Montevideo. Su objetivo era fortalecer la estructura interna del Partido Comunista español, “muy golpeado por Franco”. A través de Vicente Lombardo Toledano (político y sindicalista comunista mexicano), Carrillo entró en contacto con José Serrato, ex presidente uruguayo y vigente canciller de la República,
quien accedió a otorgarle un pasaporte uruguayo (“falso pero legal”) a nombre de Hipólito López de Asís.
Serrato accedió también a que Carrillo, con ese pasaporte “falso pero legal”, trabajase como consejero de la Embajada uruguaya en Portugal. Su misión oficial era la de estudiar la industria pesquera en ese país y, en especial, la preparación de conservas. “Con tanto gallego en Uruguay”, agregó con una sonrisa, “uno más en la Embajada no se notaba”.
Fue como diplomático uruguayo, avalado por el gobierno de Amézaga, que Carrillo se dedicó a reconstruir
la estructura del Partido Comunista español.
Apenas cremado el cuerpo ya se habla en toda España de denominar calles y plazas de la Península con
el nombre de Santiago Carrillo. Si el muerto hubiera militado en otro campo ideológico su desaparición física habría despertado una interminable ola de condenas y maldiciones.
Y es que hay que tenerlo bien claro: para la mayoría de la gente, hay un tipo de maldad que es muy buena. Por eso, un obrero uruguayo muerto por accidente a mano de los militares es un mártir mientras que un peón rural asesinado por los tupamaros es un insignificante daño colateral.
Así piensa un pueblo sodomizado culturalmente.
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